sábado, 5 de octubre de 2013

Papeles arrugados

Este mini relato es del 19/11/11; es el inicio de una historia de dos mini relatos. La continuación la publicaré más adelante.


Papeles arrugados

El suelo continuaba lleno de papeles arrugados que crujían como si tan solo fueran hojas secas debajo de sus botas. Se paró delante de la chimenea, estaba vacía, y fría. Apoyó una de sus manos en la repisa levantando una gruesa capa de polvo. Ni siquiera le hizo toser, cerró los ojos y buscó en su memoria, ni siquiera recordaba la última vez que el polvo le hizo toser. Volvió a sentir como toda aquella ira que había estado acumulando durante la última semana volvía a nublar sus sentidos, su mente. Cerró los ojos y dejó que se fuera. Los abrió y volvió sobre sus pasos hasta el escritorio. Se sentó y cogió una hoja más.

La pluma seguía rasgando el papel cuando se dio cuenta que tan solo escribía las mismas tonterías de siempre. Dejó la pluma a un lado y arrugó el papel, tirándolo junto a los que había descartado durante esa última media hora. Se levantó y volvió a andar por el suelo de piedra hasta llegar a la ventana. La luna llena iluminaba el pequeño bosque de robles en los que había jugado de pequeño, tantos años antes. Cerró los ojos y se apoyó, intentando escuchar, igual que hacía de pequeño, la dulce canción del viento jugueteando entre las hojas y las ramas de aquello viejos árboles.

Se estaba comportando como un niño tonto. Se golpeó ligeramente la cabeza, igual que hacía su madre, años antes, siempre que le reñía y volvió al escritorio. Debía acabar antes del amanecer, antes de que ella pudiera llegar, y tener tiempo para poder limpiar todo el desorden que había organizado durante esa noche. Apenas le quedaba papel, y no podía desperdiciarlo. Volvió a coger la pluma, repitiendo el mismo proceso que había seguido durante toda la noche, y dejó la mente en blanco, buscando la mejor forma de pedir disculpas por lo que iba a hacer. 

Pero cada vez que lo intentaba volvía a verla en su mente, con la misma sonrisa, y los mismos ojos verdes con los que le había mirado fijamente el primer atardecer que la había visto, en el bosque. La había descubierto jugando en el río, yendo de lado a lado saltando por las piedras, con unas pequeñas botas viejas en la mano, intentando no mojarse los pies. La observó durante unos minutos, hasta que ella le vio, se resbaló y cayó. Pero lo que más le sorprendió fue oírla reír.

Dejó la pluma a un lado y arrugó la última hoja de papel. Volvió a caminar por aquella habitación, pateando todos aquellos papeles arrugados que cubrían el suelo como una alfombra. Miró otra vez por la ventana. Se hacía tarde y pronto amanecería. Bajó a la entrada, donde había dejado varios trozos de leña y subió dos de los más grandes. Con tanto papel como había allí no le sería muy difícil preparar la hoguera. La encendió y recogió todo aquel papel. Sentado en el suelo, fue alimentando poco a poco el fuego.


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